Durante el siglo XVIII tuvo lugar un crecimiento demográfico que provocó una serie de transformaciones agrarias y urbanísticas.
El Monasterio decretó que en La Drova fueran plantadas 300 hanegadas de vid, con higueras, nogales y almendros; y que su explotación quedará bajo el control directo de los monjes mediante la contratación de jornaleros, por lo que La Drova volvía a convertirse en una granja.
La primera mejora urbanística se llevó a cabo en La Drova, mediante un decreto de 1722, que mandaba construir una casa para que los animales y los criados –por este orden– tuvieran un lugar donde refugiarse y descansar. A finales de siglo, la casa fue ensanchada, elevada y embellecida con un reloj de sol en la fachada, que lleva fecha de 1799.
En la segunda mitad del siglo XVIII, en La Drova, tuvo lugar la construcción de una balsa de agua, al lado del azagador, para convertir en regadío una parte de las tierras cultivadas.
Durante el primer tercio del siglo XIX, España sufrió una gran inestabilidad política que condicionó la vida de los monjes y la de los habitantes de los territorios que les pertenecían.
Durante la regencia de María Cristina, los monjes sufrieron la tercera y definitiva exclaustración.
La Drova quedaba sin dueño definido, y pasaba a engrosar la bolsa de bienes nacionales procedentes de las corporaciones religiosas extinguidas, que serían subastadas públicamente, conforme al decreto del 19 de febrero de 1836.
La Drova fue comprada en 1849 por Pedro Escrich y Roviralta, un comerciante de Valencia que la revendió el 29 de noviembre de 1859 a dos labradores de Xaló; José Ferrer Fullana y Juan Mestre Pastor. No se trataba de arrendatarios temporales ni de jornaleros en tránsito, sino de una población estable de propietarios.
Por este motivo, la casa señorial y la balsa de agua fueron divididas en dos partes; una para cada familia. Con ellos comenzó la construcción de los ruiraus y la elaboración de la pasa, que era exportada a Inglaterra desde el puerto de Denia.